miércoles, 12 de junio de 2013

Los gritos del silencio del 23F




 POR FRANCESC BAYARRI

Toda mi contribución a la caída del franquismo se reduce a la estaca que un facha partió en mi cabeza durante las Fallas de Valencia de 1978. Y a una identificación policial (que no apresamiento) tras asistir a una manifestación (ilegal, eso sí) por las mismas fechas. Magras credenciales para la posterioridad. Lo único que puedo alegar en el turno de defensa es mi corta edad (la de aquellos tiempos, se entiende). A la muerte del tiranosaurio, yo apenas contaba catorce años. Es decir, que cuando Franco mataba mucho, yo no existía. Y cuando sólo mataba a salto de mata, yo estaba tomando la primera comunión (“espero que fuera también la última”, me reprochó un día, hablando de estas cosas, el legendario periodista Vicent Ventura). Por todo ello, durante una etapa de mi primera juventud lamenté no haber nacido cuatro o cinco años antes. Porque con esa mínima anticipación, una olimpíada sin más, yo también hubiese podido contar hazañas antifranquistas llenas de heroísmo. Y haber participado en las largas asambleas perfumadas de marihuana (aunque nunca he soportado el humo, me habría sacrificado por la causa de la libertad). Hazañas que oí repetir hasta la extenuación de labios de un nutrido grupo de universitarios izquierdistas sólo una olimpíada menos jóvenes.
Con estos antecedentes penales, no extrañará mi sorpresa en la tarde-noche del 23 de febrero de 1981. En aquellos tiempos, mi edad ya no era tan corta. Y aunque mi hoja de servicios a la democracia continuaba siendo escasa (pintadas aquí y allá, pegadas de carteles, objeciones de conciencia, donaciones de sangre e incluso la aparición estelar en un calendario nacionalista), comenzaba a considerarme un hombrecillo. Es más, como firmaba las crónicas de rugby en un periódico local, me veía a mí mismo como un hombrecillo de gran proyección social, alguien cuyo nombre iba de boca en boca, aunque el rugby no fuera la principal pasión valenciana de aquella época, ni de esta época. Así es que me sentía preparado para recuperar el tiempo perdido por culpa de la inoportuna descoordinación entre mi nacimiento y los días de la gloria revolucionaria.
La historia es bien conocida. Aquella tarde, un militarote del tiempo de los dinosaurios sacó los tanques a pasear por las calles de Valencia, mientras unos triceratops pasados de adrenalina asaltaban el Congreso de los Diputados en Madrid y esputaban gusarapos por sus bocas sucias. En mi ciudad, las cadenas fascistas marcaron el asfalto, y los cañones apuntaron contra los edificios emblemáticos del poder civil valenciano. El brontosaurio de Valencia ordenó leer un bando infecto donde amenazaba con disparar y matar a todo aquel que no respetara un toque de queda copiado del levantamiento contra la Segunda República de 1936. Mi sorpresa no fue ésa, no. De hecho, todos llevábamos meses especulando con la posibilidad de un golpe de Estado. En los años previos se habían desmantelado (aunque poco y mal) otros intentos golpistas. Incluso para el mismo 1981 estaban en marcha tres operaciones clandestinas distintas para derribar la democracia (aunque esto lo supimos más tarde). El ambiente general era pesimista a causa de una crisis económica galopante y del desencanto de los primeros años de democracia. La sorpresa fue muy diferente.
En 1981 aún quedaba estalinismo por cortar. Pero la inmensa mayoría de los universitarios de los años heroicos se habían sacudido ya el pelo de la estepa. Muchos antiguos comunistas (en todas sus variantes, matices, sensibilidades, escisiones y escisiones de las escisiones) habían descubierto, en democracia, que en realidad únicamente habían sido antifranquistas. Que contra las dictaduras podían ser eficaces las posiciones extremas y las estrategias geniales, pero que la democracia era la patria de los tranquilos y de los mediocres (en el sentido más elevado del término). Otros antiguos antifranquistas, los menos, habían soñado desde la primera hora con un postfranquismo sin comisarios del pueblo ni planes quinquenales. Cambiar las proclamas del diario franquista Arriba por las del soviético Pravda no les parecía el objetivo, después de todo, de tanta asamblea interminable. Así que, primero de reojo y más tarde sin avergonzarnos, casi todos nos habíamos acabado emocionando, por ejemplo, con las imágenes de los ciudadanos de Praga que en 1968 se habían desabrochado la camisa, desafiantes, frente a los cañones de los tanques soviéticos invasores. Las cadenas de aquellos carros habían acabado aplastando, pese a todo, los claveles de la libertad, claro, pero el mundo había recibido el mensaje: por debajo del asfalto de Praga también asomaban las sombrillas de una playa de dignidad. Como ocurría en otras latitudes, las agresiones, las fascistas y las estalinistas, tenían respuesta.
Un hombrecillo a medio hacer como era yo, en segundo de carrera, no esperaba que los izquierdistas de los años heroicos se desabrocharan las camisas frente a los cañones del Jurásico. Tampoco puedo asegurar que yo mismo me hubiese sumado a alguna forma de respuesta (aunque siempre pensé que sí, ahora voy teniendo una edad menos corta y cierta experiencia de las cosas). Nunca lo podré saber, sencillamente, porque nadie me convocó. Nada se movió. Nadie se salió del guión marcado por un puñado de carniceros con botas y medallas. El miedo arrasó a una sociedad sin nervio en aquella tarde en que muchos perdimos la inocencia.
La no respuesta valenciana contrastó con otros gestos (al menos gestos) de otras ciudades. En el Congreso de los Diputados, donde los triceratops se volvieron locos disparando al techo, algunos simples gestos permitieron entrever luces tenues. Periodistas que dejaron los micrófonos abiertos; cámaras que no obedecieron la orden, ladrada por un dóberman, de apagar los equipos; fotógrafos que sacaron, oculto en un zapato, el carrete con las imágenes de la felonía… Incluso un militar de honor que se enfrentó a los forajidos. Aquella fue la noche de los transistores porque unas personas decentes (también con el miedo en las venas, por supuesto) informaban desde unidades móviles desplazadas a los alrededores de la infamia. Informaban, claro está, desde la defensa de las libertades. Y ‘El País’ sacó una edición constitucionalista cuando los cuchillos antidemocráticos estaban más afilados.
Valencia vivió su peor noche. No porque unos energúmenos la hubiesen invadido: eso pasa en las mejores ciudades del planeta. Pero asaltar las calles sin más respuesta que el silencio, eso sí fue cosecha propia, una seña de identidad nacional vergonzosa. Una ciudad donde unos años antes tantos heroicos izquierdistas habían escrito sus páginas más trágicas quedó paralizada cuando el contexto (la incipiente democracia) ofrecía más garantías para la resistencia que una dictadura militar, por muy agónica que se presentara ya a finales de los sesenta y principios de los setenta. Ni se movieron los izquierdistas de papel ni tampoco los primeros políticos legítimamente elegidos, que ya disfrutaban de los privilegios de su representación pública, pero que, por lo visto, olvidaron de golpe esas leves obligaciones que también, de uvas a peras, llevan aparejadas los cargos institucionales.
En uno de sus relinchos, el bando golpista conminaba a la ciudadanía a recluirse en sus casas, y en los espantosos embotellamientos que colapsaron durante horas las calles de la ciudad no se escuchó una sola vez el claxon de un vehículo. Las persianas se desenrollaron sin un chirrido y fábricas y universidades cerraron por desbandada. Tampoco los transistores locales, a diferencia de los de otras ciudades, repitieron otra cosa que los bramidos del bando del brontosaurio. Sobre todo, los representantes democráticos estuvieron desaparecidos durante las horas más negras de la historia de la ciudad.
A nadie se le puede exigir una conducta heroica, dice un viejo principio jurídico. Pero entre una conducta heroica y una señal de vida democrática media una distancia importante. No, aquella noche las luces de las instituciones democráticas se apagaron en el único momento en que no podían hacerlo. La sociedad valenciana y su clase dirigente (no solo la casta de los políticos) nos miramos ante el espejo, y el cristal nos devolvió la peor imagen posible. La única noticia positiva fue que más abajo ya no se podía caer: estaba la nada. Y que solo a partir de una catarsis traumática, hecho el diagnóstico correcto, se podía comenzar a remontar. Escribí mi novela Febrer con esa idea, pero resulta evidente que fue una aportación tardía e insignificante. De hecho, cada día escucho a personas que no deben de compartir el mismo diagnóstico sobre lo que nos ocurre a los valencianos y las valencianas. Cosas de la pluralidad humana, evidentemente.
En los tiempos actuales, justo en la mitad de un período de crisis profunda, muchos se preguntan cómo pueden estar ocurriendo ciertas cosas sin una respuesta ciudadana contundente. Cómo la deplorable gestión de los presupuestos de todos y todas, y cómo la obscena corrupción, que debía resultar evidente incluso para los menos informados, se ha podido ejercer sin apenas obstáculos. Y es que venimos de muy abajo: del último círculo del infierno, el que se escribió en la noche del 23 de febrero de 1981. Los brotes verdes existen, sí, en forma de concentraciones contra los desahucios, por ejemplo, o desde las plazas de la libertad repletas de jóvenes y de no tan jóvenes. Pero construir una sociedad civil con nervio democrático, cuando se viene de tan abajo, no se conseguirá de solo de un golpe.

4 comentarios:

  1. " La única noticia positiva fue que más abajo ya no se podía caer: estaba la nada." Brillante y claro.

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  2. Emocionante reflexión y crítica a muchos que van de izquierdas, algunos dirigiendo periódicos, que ese día fueron cobardes. De aquellos polvos...

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  3. Interesantísima reflexión.
    Eso sí... DEMOLEDORA!

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  4. Compañero te contaré una historia que quizá desconozcas, pues aunque pasó a 60 kms. de Valencia eso es ¡¡todo un mundo!! ayer y hoy. O sea, eso creo de, esa otra pamema, que es la de la "Sociedad de la Información". Jóven, jóven casi como tú, servidor trabajaba en la Cope de Vila-Real, pero se oficialmente se llamaba Radio Popular de Castelló de la cadena COPE.
    Los militares del 23 F bastante tenían con saberse llamados a "escribir una Nueva Historia de España" arrrr!!! Así que se volvieron locos buscando "Radio Popular de Castelló" en... ¡¡¡jajajaja Castelló de la Plana!!! El que suscribe estaba en el Control Central cuando, a las 18:23 entraban en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, los del infausto Tejeretazo.
    En principio con la confusión nada se sabía más que habia "pasado algo". Cogí mi montón de discos, mi guioncillo y me fuí para la FM mi programa empezaba a las 18:30. Al cabo de media hora encerrado en el estudio de FM y entonces todavía ajeno a los transcendentes momentos. Llegó el director de la emisora, Juan Soler, y muy alterado me dijo: ¡¡Manolo hay un GOLPE DE ESTADO!! (horror!!) De momento, sigue con la programación normal. Cuando vengan los militares- si vienen, dijo- ya haremos lo que nos ordenen. Pues nada, seguí con mi "Popular Puroplástico" y con los éxitos de los 80'. Pero desde ese momento empezó la frenética actividad informativa en la emisora. Javier Manzanet, un monstruo de la información en la Plana, era un ir y venir y pegado a los teléfonos. También la de María Ángeles Alcantud, locutora de la casa y gran profesional muy concienciada, por cierto. Juan Soler, al frente de todo... Y, servidor, con sus éxitos del momento ajenos totalmente a todo ¡un Golpe! ¿Qué Golpe?. A las 10 de la noche "todo estaba claro". En los estudios, en los pasillos, todo eran caras largas, nervios, preocupación, teléfonos al rojo, teletipos, televisiones con las históricas imágenes del ... ¡¡Quieto todo el mundo!! Pero señores los "MiliTroncos" no daban, ni dieron con Radio Popular de Castelló, jajajajaja que estaba en... ¡¡¡Vila-real!!!
    Así que durante toda la noche, la Cope de Vila-real emitió informació de la Comunitat, especialmente de cómo había, y estaba "viviéndose" el golpe de estado en Castelló y província. También se ocuparon de Valencia, epicentro a nuestro pesar, y ahí están algún libro, las hemerotecas y la discoteca de la Cope de Castelló para certificar como se vivió aquella infauesta noche dramática ¡¡Para muchos!! Por mi parte, a mí el director me "largó" de la emisora, con gesto serio y preocupado advirtiéndome: ¡No te pares -en los 6 kms. que separaban la emisora de Castelló ciudad, donde residía- salvo que sea un Control Militar. Lo cierto es que uno ¡cómo no! quiso quedarse a vivir aquella larga noche informativa. Pero salí de la emisora enmedio del silencio más sepulcral y espeso que jamás haya vivido a las 22:30. Mi trayecto hasta Castelló fué increíble. La radio del renolet5 puesta, a mi alrededor parecía que había caído la bomba de neutrones ¡ni un alma: ni camiones!! Llegué a casa, en el centro de Castelló, y seguían las sombras y el desierto, algún "despistado" corriendo ante el toque de queda. Ya en casa, fue la larga noche del transistor a la oreja pegado, siguiendo las informaciones de la "desmilitarizada" Radio Popular de Castelló ¡¡que seguía en Vila-real!!
    Allí también hubo auténticos, auténticos ¡¡héroes!!

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