POR FRANCESC BAYARRI
Toda
mi contribución a la caída del franquismo se reduce a la estaca que un facha
partió en mi cabeza durante las Fallas de Valencia de 1978. Y a una
identificación policial (que no apresamiento) tras asistir a una manifestación
(ilegal, eso sí) por las mismas fechas. Magras credenciales para la
posterioridad. Lo único que puedo alegar en el turno de defensa es mi corta
edad (la de aquellos tiempos, se entiende). A la muerte del tiranosaurio, yo
apenas contaba catorce años. Es decir, que cuando Franco mataba mucho, yo no
existía. Y cuando sólo mataba a salto de mata, yo estaba tomando la primera
comunión (“espero que fuera también la última”, me reprochó un día, hablando de
estas cosas, el legendario periodista Vicent Ventura). Por todo ello, durante
una etapa de mi primera juventud lamenté no haber nacido cuatro o cinco años
antes. Porque con esa mínima anticipación, una olimpíada sin más, yo también
hubiese podido contar hazañas antifranquistas llenas de heroísmo. Y haber
participado en las largas asambleas perfumadas de marihuana (aunque nunca he
soportado el humo, me habría sacrificado por la causa de la libertad). Hazañas
que oí repetir hasta la extenuación de labios de un nutrido grupo de
universitarios izquierdistas sólo una olimpíada menos jóvenes.
Con
estos antecedentes penales, no extrañará mi sorpresa en la tarde-noche del 23
de febrero de 1981. En aquellos tiempos, mi edad ya no era tan corta. Y aunque
mi hoja de servicios a la democracia continuaba siendo escasa (pintadas aquí y
allá, pegadas de carteles, objeciones de conciencia, donaciones de sangre e
incluso la aparición estelar en un calendario nacionalista), comenzaba a
considerarme un hombrecillo. Es más, como firmaba las crónicas de rugby en un
periódico local, me veía a mí mismo como un hombrecillo de gran proyección
social, alguien cuyo nombre iba de boca en boca, aunque el rugby no fuera la
principal pasión valenciana de aquella época, ni de esta época. Así es que me
sentía preparado para recuperar el tiempo perdido por culpa de la inoportuna descoordinación
entre mi nacimiento y los días de la gloria revolucionaria.
La
historia es bien conocida. Aquella tarde, un militarote del tiempo de los
dinosaurios sacó los tanques a pasear por las calles de Valencia, mientras unos
triceratops pasados de adrenalina asaltaban el Congreso de los Diputados en
Madrid y esputaban gusarapos por sus bocas sucias. En mi ciudad, las cadenas
fascistas marcaron el asfalto, y los cañones apuntaron contra los edificios
emblemáticos del poder civil valenciano. El brontosaurio de Valencia ordenó
leer un bando infecto donde amenazaba con disparar y matar a todo aquel que no
respetara un toque de queda copiado del levantamiento contra la Segunda
República de 1936. Mi sorpresa no fue ésa, no. De hecho, todos llevábamos meses
especulando con la posibilidad de un golpe de Estado. En los años previos se
habían desmantelado (aunque poco y mal) otros intentos golpistas. Incluso para
el mismo 1981 estaban en marcha tres operaciones clandestinas distintas para
derribar la democracia (aunque esto lo supimos más tarde). El ambiente general
era pesimista a causa de una crisis económica galopante y del desencanto de los
primeros años de democracia. La sorpresa fue muy diferente.
En
1981 aún quedaba estalinismo por cortar. Pero la inmensa mayoría de los
universitarios de los años heroicos se habían sacudido ya el pelo de la estepa.
Muchos antiguos comunistas (en todas sus variantes, matices, sensibilidades,
escisiones y escisiones de las escisiones) habían descubierto, en democracia,
que en realidad únicamente habían sido antifranquistas. Que contra las
dictaduras podían ser eficaces las posiciones extremas y las estrategias
geniales, pero que la democracia era la patria de los tranquilos y de los
mediocres (en el sentido más elevado del término). Otros antiguos
antifranquistas, los menos, habían soñado desde la primera hora con un
postfranquismo sin comisarios del pueblo ni planes quinquenales. Cambiar las proclamas
del diario franquista Arriba por las
del soviético Pravda no les parecía
el objetivo, después de todo, de tanta asamblea interminable. Así que, primero
de reojo y más tarde sin avergonzarnos, casi todos nos habíamos acabado
emocionando, por ejemplo, con las imágenes de los ciudadanos de Praga que en
1968 se habían desabrochado la camisa, desafiantes, frente a los cañones de los
tanques soviéticos invasores. Las cadenas de aquellos carros habían acabado
aplastando, pese a todo, los claveles de la libertad, claro, pero el mundo
había recibido el mensaje: por debajo del asfalto de Praga también asomaban las sombrillas de una playa de dignidad. Como ocurría en
otras latitudes, las agresiones, las fascistas y las estalinistas, tenían
respuesta.
Un
hombrecillo a medio hacer como era yo, en segundo de carrera, no esperaba que
los izquierdistas de los años heroicos se desabrocharan las camisas frente a
los cañones del Jurásico. Tampoco puedo asegurar que yo mismo me hubiese sumado
a alguna forma de respuesta (aunque siempre pensé que sí, ahora voy teniendo
una edad menos corta y cierta experiencia de las cosas). Nunca lo podré saber,
sencillamente, porque nadie me convocó. Nada se movió. Nadie se salió del guión
marcado por un puñado de carniceros con botas y medallas. El miedo arrasó a una
sociedad sin nervio en aquella tarde en que muchos perdimos la inocencia.
La
no respuesta valenciana contrastó con otros gestos (al menos gestos) de otras
ciudades. En el Congreso de los Diputados, donde los triceratops se volvieron
locos disparando al techo, algunos simples gestos permitieron entrever luces
tenues. Periodistas que dejaron los micrófonos abiertos; cámaras que no obedecieron
la orden, ladrada por un dóberman, de apagar los equipos; fotógrafos que
sacaron, oculto en un zapato, el carrete con las imágenes de la felonía…
Incluso un militar de honor que se enfrentó a los forajidos. Aquella fue la
noche de los transistores porque unas personas decentes (también con el miedo
en las venas, por supuesto) informaban desde unidades móviles desplazadas a los
alrededores de la infamia. Informaban, claro está, desde la defensa de las
libertades. Y ‘El País’ sacó una edición constitucionalista cuando los
cuchillos antidemocráticos estaban más afilados.
Valencia
vivió su peor noche. No porque unos energúmenos la hubiesen invadido: eso pasa
en las mejores ciudades del planeta. Pero asaltar las calles sin más respuesta
que el silencio, eso sí fue cosecha propia, una seña de identidad nacional
vergonzosa. Una ciudad donde unos años antes tantos heroicos izquierdistas
habían escrito sus páginas más trágicas quedó paralizada cuando el contexto (la
incipiente democracia) ofrecía más garantías para la resistencia que una
dictadura militar, por muy agónica que se presentara ya a finales de los
sesenta y principios de los setenta. Ni se movieron los izquierdistas de papel
ni tampoco los primeros políticos legítimamente elegidos, que ya disfrutaban de
los privilegios de su representación pública, pero que, por lo visto, olvidaron
de golpe esas leves obligaciones que también, de uvas a peras, llevan
aparejadas los cargos institucionales.
En
uno de sus relinchos, el bando golpista conminaba a la ciudadanía a recluirse
en sus casas, y en los espantosos embotellamientos que colapsaron durante horas
las calles de la ciudad no se escuchó una sola vez el claxon de un vehículo.
Las persianas se desenrollaron sin un chirrido y fábricas y universidades
cerraron por desbandada. Tampoco los transistores locales, a diferencia de los
de otras ciudades, repitieron otra cosa que los bramidos del bando del
brontosaurio. Sobre todo, los representantes democráticos estuvieron
desaparecidos durante las horas más negras de la historia de la ciudad.
A
nadie se le puede exigir una conducta heroica, dice un viejo principio
jurídico. Pero entre una conducta heroica y una señal de vida democrática media
una distancia importante. No, aquella noche las luces de las instituciones
democráticas se apagaron en el único momento en que no podían hacerlo. La
sociedad valenciana y su clase dirigente (no solo la casta de los políticos)
nos miramos ante el espejo, y el cristal nos devolvió la peor imagen posible.
La única noticia positiva fue que más abajo ya no se podía caer: estaba la
nada. Y que solo a partir de una catarsis traumática, hecho el diagnóstico
correcto, se podía comenzar a remontar. Escribí mi novela Febrer con esa idea, pero resulta evidente que fue una aportación
tardía e insignificante. De hecho, cada día escucho a personas que no deben de
compartir el mismo diagnóstico sobre lo que nos ocurre a los valencianos y las
valencianas. Cosas de la pluralidad humana, evidentemente.
En
los tiempos actuales, justo en la mitad de un período de crisis profunda,
muchos se preguntan cómo pueden estar ocurriendo ciertas cosas sin una respuesta
ciudadana contundente. Cómo la deplorable gestión de los presupuestos de todos
y todas, y cómo la obscena corrupción, que debía resultar evidente incluso para
los menos informados, se ha podido ejercer sin apenas obstáculos. Y es que
venimos de muy abajo: del último círculo del infierno, el que se escribió en la
noche del 23 de febrero de 1981. Los brotes verdes existen, sí, en forma de
concentraciones contra los desahucios, por ejemplo, o desde las plazas de la
libertad repletas de jóvenes y de no tan jóvenes. Pero construir una sociedad
civil con nervio democrático, cuando se viene de tan abajo, no se conseguirá de
solo de un golpe.
" La única noticia positiva fue que más abajo ya no se podía caer: estaba la nada." Brillante y claro.
ResponderEliminarEmocionante reflexión y crítica a muchos que van de izquierdas, algunos dirigiendo periódicos, que ese día fueron cobardes. De aquellos polvos...
ResponderEliminarInteresantísima reflexión.
ResponderEliminarEso sí... DEMOLEDORA!
Compañero te contaré una historia que quizá desconozcas, pues aunque pasó a 60 kms. de Valencia eso es ¡¡todo un mundo!! ayer y hoy. O sea, eso creo de, esa otra pamema, que es la de la "Sociedad de la Información". Jóven, jóven casi como tú, servidor trabajaba en la Cope de Vila-Real, pero se oficialmente se llamaba Radio Popular de Castelló de la cadena COPE.
ResponderEliminarLos militares del 23 F bastante tenían con saberse llamados a "escribir una Nueva Historia de España" arrrr!!! Así que se volvieron locos buscando "Radio Popular de Castelló" en... ¡¡¡jajajaja Castelló de la Plana!!! El que suscribe estaba en el Control Central cuando, a las 18:23 entraban en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, los del infausto Tejeretazo.
En principio con la confusión nada se sabía más que habia "pasado algo". Cogí mi montón de discos, mi guioncillo y me fuí para la FM mi programa empezaba a las 18:30. Al cabo de media hora encerrado en el estudio de FM y entonces todavía ajeno a los transcendentes momentos. Llegó el director de la emisora, Juan Soler, y muy alterado me dijo: ¡¡Manolo hay un GOLPE DE ESTADO!! (horror!!) De momento, sigue con la programación normal. Cuando vengan los militares- si vienen, dijo- ya haremos lo que nos ordenen. Pues nada, seguí con mi "Popular Puroplástico" y con los éxitos de los 80'. Pero desde ese momento empezó la frenética actividad informativa en la emisora. Javier Manzanet, un monstruo de la información en la Plana, era un ir y venir y pegado a los teléfonos. También la de María Ángeles Alcantud, locutora de la casa y gran profesional muy concienciada, por cierto. Juan Soler, al frente de todo... Y, servidor, con sus éxitos del momento ajenos totalmente a todo ¡un Golpe! ¿Qué Golpe?. A las 10 de la noche "todo estaba claro". En los estudios, en los pasillos, todo eran caras largas, nervios, preocupación, teléfonos al rojo, teletipos, televisiones con las históricas imágenes del ... ¡¡Quieto todo el mundo!! Pero señores los "MiliTroncos" no daban, ni dieron con Radio Popular de Castelló, jajajajaja que estaba en... ¡¡¡Vila-real!!!
Así que durante toda la noche, la Cope de Vila-real emitió informació de la Comunitat, especialmente de cómo había, y estaba "viviéndose" el golpe de estado en Castelló y província. También se ocuparon de Valencia, epicentro a nuestro pesar, y ahí están algún libro, las hemerotecas y la discoteca de la Cope de Castelló para certificar como se vivió aquella infauesta noche dramática ¡¡Para muchos!! Por mi parte, a mí el director me "largó" de la emisora, con gesto serio y preocupado advirtiéndome: ¡No te pares -en los 6 kms. que separaban la emisora de Castelló ciudad, donde residía- salvo que sea un Control Militar. Lo cierto es que uno ¡cómo no! quiso quedarse a vivir aquella larga noche informativa. Pero salí de la emisora enmedio del silencio más sepulcral y espeso que jamás haya vivido a las 22:30. Mi trayecto hasta Castelló fué increíble. La radio del renolet5 puesta, a mi alrededor parecía que había caído la bomba de neutrones ¡ni un alma: ni camiones!! Llegué a casa, en el centro de Castelló, y seguían las sombras y el desierto, algún "despistado" corriendo ante el toque de queda. Ya en casa, fue la larga noche del transistor a la oreja pegado, siguiendo las informaciones de la "desmilitarizada" Radio Popular de Castelló ¡¡que seguía en Vila-real!!
Allí también hubo auténticos, auténticos ¡¡héroes!!