sábado, 21 de marzo de 2015

Ahora ya es vuestro


Tantas mentiras en busca de lectoras y lectores

Portada. Obra de Víctor Coyote Aparicio

 «Oye, que Jessica y yo hemos decidido que sí, que lo publicamos», la voz de Víctor sonó al otro lado del teléfono. Era un domingo por la mañana. Estuvimos hablando unos diez minutos. Nada más colgar, comencé a llorar, un llanto tonto de alegría que lo expulsaba todo. Sentí que un largo proceso había terminado y dejaba paso a tantos otros. Y es que Tantas mentiras recoge unos quince años dando tumbos, a veces atormentados, casi siempre aparentemente innecesarios. Lugares como Bogotá, D. F., Quito, Godella (claro), Vigo, California, Barcelona son algunos de los escenarios de los doce relatos, también de la micronovela que los acompaña. Son historias que durante años retuve en la cabeza o anoté en libretitas de bar en bar, esperando el momento adecuado para ordenarlas, que encontré en verano de 2013 en Montalvo Arts Center (thanks!), un lugar idóneo para dar rienda suelta a lo que cada uno lleve dentro. Y las rematé en el chalé de la familia Plasencia Camps (¡agradecido!) en Chulilla. Dispuse del tiempo necesario para emprender «un proceso de autodestrucción» como lo explica Inés en el que disolverme en los personajes y sus historias. Hasta perdí los incisivos, clavados en un bocata de blanco y negro (hoy ya podemos reírnos de esto).
Mucho antes de terminarlo, incluso de empezarlo, supe que mi primera opción serían los editores de JekyllandJill. Los había conocido en un congreso de editores y libreros en Zaragoza, organizado por la librería Cálamo en febrero de 2011, en uno de esos viajes que haces sin saber muy bien por qué. Ahora ya lo sé: lo hice para conocerlos. Aquella madrugada, Víctor me desplegó un plano muy grande de Zaragoza en el suelo de un portal (si veis el libro entendéreis que, sin saberlo, estaba anticipando su diseño). En aquel entonces, ellos no tenían todavía editorial ni yo tenía libro. Aun así, llegamos a un acuerdo. Cuando lo tuviera se lo haría llegar. Mientras tanto ellos se encargarían de montar una editorial molona, como así han hecho. Me gustan: ellos y el amor que transmiten por sus libros; inevitable que no se refleje en el resultado final.
Ahora, marzo de 2015, Víctor y Jessica me cuentan que Tantas mentiras ha empezado a distribuirse por librerías en busca de lectores y lectoras. Es el momento de acordarme de los que me habéis apoyado para no desfallecer en el camino y que el libro llegase a su orilla. El acto de la escritura es ambivalente. No deja de ser un acto onanista-solitario pero que a la vez necesita de un sincero apoyo moral para seguir insistiendo. Porque las dudas son muchas: ¿Por qué no dejarlo? ¿Le gustará a alguien? ¿Para qué escribir cuando es mucho más relajante no tener que hacerlo? Recuerdo ahora a Nico una noche en un concierto en el Matadero insistiendo en que no debía dejarlo; o a Queca cuando una tarde mientras le estaba contando una historia en la Amazonia ecuatoriana —a saber qué me estaría inventado— me dijo: «Esas historias tienes que escribirlas. Nos las debes»; o Manol y Raquel que, desde la profunda sierra turolense, se leen hasta las solapas de los panfletos que les mando. O al Jipi que halagó —él, tan poco dado a hacerlo— Hacia un psicogeografía de lo rural, mi penúltimo intento por contar algo. Me acuerdo de la biblioteca con todos los libros de La Tapadera que Rakel y Sergio salvaguardan en el salón de su casa en Bilbao. Y de Alex y Albeliz, el aturdido alborozo con el que, todavía durmiendo, recibieron aquella chilanga mañana La vida póstuma, un anterior manuscrito que ellos publicaron en México. Me acuerdo de muchos de vosotros y vosotras que, quizás sin pretenderlo, habéis contribuido a que siguiera persistiendo.

Rincón de agradecimientos


Para los agradecimientos necesitaría mucho espacio. Me voy a dejar a alguien seguro: a Inés por su asesoramiento -¡dale aire!- y por acompañarme con paciencia en las partes más agónicas (¡gracias Jochi!); a Sergi, David y Paqui, por los consejos que me dieron en su concienzuda lectura del manuscrito;  a Sonia, por prestarme sus ojos para corregirlo; a las largas noches de oratoria con los amigos en el Casino Musical de Godella, centro de alto rendimiento para el perfeccionamiento de historias; 
a Héctor, por los muchos avatares compartidos y por su incisiva forma de mostrarme su apoyo en esto (guiño). A Andrés, porque los hay que son para toda la vida. A Edu Reptil, por este primer impulso. A los y las compas de Montalvo, que contribuyeron a que encontrara el ambiente idóneo. A los camaradas que prestasteis vuestras orejas para escuchar estas y otras historias y contribuir a perfeccionarlas con vuestros aportes: Dani, Javi (aquel viaje a Ermua), Montse, Kike, Glopep, Vicent, Rulo, Rick, Jipi, Alex (¡Indurain!)... Y a los amigos y amigas de México, Colombia, Cuba, Chile, Guinea, Ecuador, Estados Unidos, Irán, Guatemala y otros muchos sitios y personas en los que me dejé un trocito en el camino. Ojalá también caiga en vuestras manos (el libro se distribuye también en América Latina, Italia y Portugal. ¡Persuadan a sus libreros!).

                                  
A Carmen y Paco, por siempre y todo.


Y a todas las personas que habéis enviado vuestras entusiastas congratulaciones en estos primeros pasos: Jesús Ge, Viktor, Marisa, Marina, Sam, Rafa Tormo, Alba Rico, Bárbara, Laura, Txema, Luci, Aitana, Águeda, Toni Dwomo, Miguel Morata, Campo Adentro, Belén, Laia, Mónica, Almu, Rafa Verlanga, Nacho Palomitas, Nacho Fernández, Marta Sanuy, Inma, Maika, Judit, Natalia, David Estal, Erika, Rogelio, Raquel Blanco, Marta, Julia, Paloma (¡ese Fórum!), Ricardo, Itziar, Juanvi, Cata, Jordi, Néstor, Rosella, Eva, Lucía, Miquel Àngel,... Gracias.


Y a Bigott, otro zaragozano. Este concierto me acompañó de fondo en las partes más delirantes del proceso.


Y,  por supuesto, a las personas, convertidas ahora en personajes, que me compartieron un cachito de sus historias y que hoy ya forman parte de este libro.

Comparto mi alegría con vosotros y vosotras... desde Massalfassar, París, Berlín, Denia, Jaén, Valencia, Bogotá, Vigo (¡Alg-aLab!), Puigcerdà, Madrid, Malabo, Jartún, etc. Mi trabajo ha terminado, pero no estará concluido hasta que sea leído. Así que ahora ya es vuestro (si queréis, claro). Espero que podáis disfrutar de su lectura tanto como yo sufrí escribiéndolo.

PD: ¡Y pronto lo celebraremos! Por saraos no será. El primero: jueves 9 de abril en la librería Antígona de Zaragoza. El baile ha comenzado.

Ancud-Benicalap, marzo 2015

lunes, 2 de marzo de 2015

Un tranvía Juárez-Trànsits: mi historia con Canek




POR EVA MÁÑEZ

Canek Sánchez Guevara (La Habana 1974 - México D.F. 2015)

En 1992 viajé a Cuba, entonces era muy punk. Creía en el anarquismo, era vegetariana, leía con voracidad, llevaba cresta, vivía en la casa okupada del Kasal Popular en Valencia y me hacía miles de preguntas. Tenía veinte años y quería saber cómo era Cuba, cómo era el sueño socialista. Comencé a vender enciclopedias Larousse puerta por puerta y conseguí así el dinero para el pasaje. Tenía el billete, tres días de hotel pagado y un visado de turista para quince días. Cruzaría el charco y vería lo del socialismo con mis ojos ácratas llenos de curiosidad y romanticismo de izquierdas.
Nada más llegar hice amigos, el mismo día conocí a una gente majísima, como Marita y Noel. Llovía, al día siguiente seguía lloviendo torrencialmente. Las noticias hablaban de un fenómeno atmosférico llamado El Niño, un huracán que venía a la isla. Tocaron a la puerta y un camarero del hotel me dijo que teníamos que subir a la azotea. Metí lo justo en una bolsa y subí. Estábamos a cuatro calles del Malecón, veíamos como las olas subían por encima de los edificios del Malecón. Llegó un tractor en medio del agua con mis nuevos amigos y me fui con ellos. Me acogieron en su casa y conocí a muchísima gente maravillosa. No tenía dinero y me buscaba la vida trapicheando con los guiris o haciendo la compra a los cubanos en las diplotiendas. Estábamos en el “periodo especial”: en las tiendas donde comprar con dólares sin tarjeta de racionamiento solo podían entrar los extranjeros, muchos cubanos tenían dólares porque se los enviaban sus familias de Miami pero no podían comprar en esas tiendas, así que yo les hacía la compra y por cada dólar gastado me daban un peso.
Así sobrevivía, y en esas que conocí a Canek.
Era medio heavy, tocaba el bajo en un grupo, tenía una larga melena negra azabache, guapísimo, desgarbado y un poco serio. Él leía más que yo y se hacía más preguntas que yo; estaba lleno de preguntas incómodas. Conversar con él fue una de las experiencias más fascinantes que haya tenido nunca. Me fui a vivir a su casa. Me contó su historia. Era el nieto del Che Guevara, eso era un peso, un peso grande; desde bien pequeñito, hubo gente que quiso decirle lo que debía pensar o hacer y eso no le gustaba. Su madre era la primogénita del revolucionario. También era hijo de Alberto Sánchez, mexicano, miembro de la Liga de los Comunistas, quien llegó a Cuba en calidad de asilado político después de que, en 1972, su organización secuestrara un avión en el aeropuerto de Monterrey para exigir la liberación de sus compañeros. La vida del amigo Canek se había forjado entre el peso y la responsabilidad de ser el nieto del Che Guevara y el exilio político en Europa, entre todo tipo de militantes de izquierda, extrema izquierda, pseudoizquierda y todos los tipos de izquierdas habidas entonces. Canek como yo era de corazón punk y anarquista, cuestionaba el comunismo, los dogmatismos, las vanguardias, las izquierdas. Yo le hablaba de los okupas, de los jóvenes que en Europa tomábamos casas para crear en ellas organizaciones horizontales desde las que cuestionarnos el poder y el capitalismo, de nuestra vida en comuna, de la música y del antifascismo. Teníamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Mis cassetes de La Polla Records y Maniática que metí en aquella bolsa de lo imprescindible se copiaban y sonaban entre los punks de La Habana. Canek se lo pasaba a un amigo músico y él a otro y a otro.
Canek era muy crítico con el régimen cubano y muy crítico con el capitalismo también. Con más amigos se hablaba de esa frustración de vivir en una isla y no poder salir de ella, de no gustarles el régimen en el que vivían, que en realidad no era ya comunista, pero que para nada la respuesta era el capitalismo. Tenían entre diecisiete y veinte y pocos años. Algunos tenían que ir al servicio militar e intentaban evitarlo. Más de una gran borrachera cogimos acompañando a algún colega para que al día siguiente pudiera aparecer en el psiquiatra con la suficiente mala pinta como para no dar el apto. Canek también tenía esa preocupación, no quería hacer el servicio militar ni nada por el estilo. Podía reclamar la nacionalidad mexicana y librarse así de eso. Era difícil para él decidir tener una nacionalidad u otra, prefería las dos o cagarse en todas las nacionalidades y los servicios militares y sociales del mundo.
Pasaba el tiempo, mi visado hacía meses que había caducado. Sabíamos que Canek iría a México pronto y yo ya debía de regresar a casa. Echaba de menos a los míos, mi familia y el kasal.
Entonces no había Internet, nosotros ni siquiera teníamos teléfono. ¿Cuba y una casa okupa? Entendimos que nos separábamos ahí, con ternura nos despedimos y no volvimos a vernos ni a escribirnos.
Yo pensé muchas veces en él después. En todo lo que aprendí con él. En su ternura y su compromiso con la libertad. Así en mayúsculas, libertad.
Y llegó Facebook y una tarde tonta hace más de un año pones su nombre y existe y está ahí. Le envié un mensaje breve, temerosa de que quizás ni se acordara de mí. Me respondió con una larga y hermosa carta donde me contaba que estuvo en Barcelona y que en cada esquina esperaba encontrarme. Nos mensajeábamos en Facebook, hablábamos de nuestras vidas, de lo que habíamos hecho todos estos años, él me enviaba los textos que escribía, yo le enseñaba mis fotos. Nos contábamos nuestros amores y desamores, los viajes, los problemas del curro, los sueños, la vida. Eran mensajes llenos de ternura donde bromeábamos con un tranvía de Juárez-Trànsits (su barrio en México y el mío en Valencia) que nos uniera y la posibilidad de un reencuentro en un futuro no lejano donde retomar nuestras conversaciones mirándonos a los ojos. 
Puse en contacto a Canek con la revista Bostezo para que él publicara algo aquí. Hoy, el día de la presentación de Bostezo, su director, Paco Inclán, me dice que siente lo de Canek, no sé de qué me habla. Me dice que ha muerto, un infarto, está en todos los periódicos de México. Que creía que yo lo sabía.
No lo sabía, me acabo de enterar.
Y vengo a casa y escribo todo esto de un tirón. Esta es mi historia con Canek.
Contarla es hónrala, recordarlo, y quizás, no sé, poderle decir otra vez adiós con la misma ternura que lo hicimos en 1992.


«Solo soy un egoísta que aspira a ser un hombre libre, un egoísta que sabe que el egoísmo nos pertenece a todos y que este ha de ser solidario si se quiere pleno: en otras palabras, que mi libertad solo es válida si la tuya también lo es, si mi libertad no aplasta tu libertad ni la tuya la mía», escribió en 2006.

Mundo híbrido: El Salvador, nacionalismo dolarizado



POR CANEK SÁNCHEZ GUEVARA

El paisaje cambia poco a poco de montaña a trópico. El cruce en la frontera transcurre sin problemas y una hora y media más tarde comienza a aparecer la capital salvadoreña. El bus se asoma por la parte nueva de la ciudad, limpia y turística, llena de enormes anuncios, logotipos corporativos, hoteles y edificios modernos, bares, restaurantes (mucha franquicia transnacional) y automóviles del año. Por un momento tiemblo: ¿esto es San Salvador?, me pregunto con temor. Se vacía el bus y solo quedamos tres viajeros con destino al centro de la ciudad, oscuro y solitario a estas horas de la noche. 
         Abordo un taxi con dirección al norte de esta urbe cuya expansión ha devorado ya catorce municipios, alcanzando así el millón y medio de habitantes. El precio del trayecto es de cinco dólares. Lo primero que llama la atención de este país es que la moneda oficial sea el dólar (el colón se suprimió en 2001). Le pregunto al taxista cómo les ha ido en el proceso de dolarización, y al igual que todos sus congéneres en cualquier parte del mundo, comienza a dictar cátedra: «Bueno, al principio fue muy duro porque todos los precios se redondearon hacia arriba, pero a la larga creo que nos ha ido mejor. Si analizamos las devaluaciones de la moneda hondureña (el eterno vecino, querido y execrado) podríamos concluir que de haber seguido con nuestra moneda, hoy el dólar nos costaría veinticinco colones. Ahora, por ejemplo, nos resulta más fácil viajar». Pregunto por los salarios: «Sí, bueno, ese es el problema. El salario no se redondeó hacia arriba y el mínimo sigue en torno a los doscientos dólares mensuales».
         Llego a un barrio tropical y dicharachero que me recuerda a algunas zonas de La Habana. Cruzo la calle tomando un batido de mamey, comprado en la esquina, y una muchacha se mete conmigo: «Papi, ¿me invitas de tu jugo?», y se aleja riendo. No molesta; al contrario, relaja estar en un mundo en el que las muchachas de dieciocho piropean a los hombres de treinta y seis con naturalidad y frescura. No es que sea la igualdad falta mucho, muchísimo pero tímidamente se acerca, al menos en términos de lenguaje...
            Me interno en un callejón. En un recodo dos chicos fuman en la oscuridad. Al acercarme murmuran algo y adoptan la consabida pose de quien observa las estrellas con demasiada atención (manos en la espalda, silbido inconsciente, apócrifo asombro). Al pasar a su lado comento que eso huele muy bien. Los chicos responden tosiendo y expulsando un humo que de todas formas ya se escapa por sus respectivos orificios auditivos. Pocos metros más adelante está la casa. Toco y abre un hombre canoso engalanado con un calzoncillo azul celeste: «Pasa adelante, te esperábamos», dice, como si nos conociéramos de toda la vida: «Mi esposa salió pero tu cuarto ya está listo», agrega. Atravesamos la modesta vivienda y salimos al patio, rodeado por seis habitaciones y unos baños comunes (no es un hotel, tampoco una pensión, es solo una casa donde reciben inquilinos, y ahora soy el único). Me instalo en un cuarto amplio, con techo de lámina cubierto de tejas (en las mañanas las palomas picotean entre las tejas y en las noches los gatos pasan, a veces con delicadeza y a veces en tropel, mientras el perro de al lado ladra con territorial indignación). Afuera, bajo el tejado, una hamaca y la mesa en la que escribo.

*

El amanecer es fresco y agradable. A media mañana el sol golpea y la humedad ha aumentado un buen tanto por ciento. Salgo rumbo al centro en un bus con televisor (videos reguetoneros, audio a todo volumen, nalgas por doquier). Bajo al hipermercado ambulante que es el centro de San Salvador y recorro los puestos de comida, ropa, cedés, devedés, aparatos electrónicos, preguntando precios al azar, solo para tener una idea. El valor de una chuchería me sorprende: «Una cora», dice el vendedor, y tardo varios segundos en comprender que se trata de un quarter, o veinticinco centavos de dólar (no puedo evitar recordar la traducción de El Quijote que un ocioso aventuró al espánglish: «In un placete de La Mancha of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a skinny caballo y un grayhound para la chase»... El capital circula con soltura en este centro comercial que es el centro, moviéndose siempre a ritmo de dólar: un negocio por aquí, un chanchullo por allá, legal o ilegal, bueno o malo, barato o caro todo se vende y se compra, el capital no se estanca, el comercio informal aumenta en la misma medida en la que la crisis del mercado laboral se agudiza.
            Por todos lados, la bandera de los Estados Unidos, convertida ahora en marca comercial. Los negocios anuncian ropa americana, muebles americanos, electrónica americana, repuestos americanos y otros americanos etcéteras, siempre con tropicalismo, algo de espánglish y un dinamismo que quizás también sea americano, aun si sus gestos son bien salvadoreños. Me dirijo luego a un barrio conocido por su mercadeo de estupefacientes; encuentro a un hombre de mediana edad, metro ochenta, ciento cincuenta kilos de peso, mirada dura y agradable, verbo ágil y mercadotécnico. En medio de la calle saca la mercancía, la muestra, deja que la olfatee. Sin conocerme ni tener referencia alguna me da su número telefónico («vuelve cuando quieras, aquí estamos para servirte»). Todo tranquilo, como debe ser.
            Caminando llego a la universidad. La tarde transcurre en un jardín, bajo un árbol, fumando al amparo de la autonomía universitaria con algunos nuevos amigos. Hablamos de El Salvador, de Centroamérica, de educación, arte, cultura (del sempiterno fútbol); oigo los mismos reclamos que he escuchado en estudiantes de otros sitios: el siempre escaso presupuesto, la utilización política que unos y otros hacen de la universidad, la degradación de la lucha en una retahíla de consignas que se repiten y repiten y repiten hasta perder todo significado y razón de ser, la memorización como método, el escaso impulso al pensamiento crítico, y la crítica al gobierno, ahora «de izquierda», encabezado por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, «reciclado como un partido socialdemócrata cualquiera», dice uno de los estudiantes. La conversación no puede ser de otra forma está aderezada con ese sentido del humor ácido y picante que uno encuentra en el trópico. Estalla un aguacero (también tropical) y nos mantenemos bajo el frondoso árbol que nos cobija, hablando y esperando a que escampe. Antiuniversitario como siempre he sido, es la primera vez que paso tanto tiempo en un campus. Al separarnos ya ha oscurecido. Dos buses y una hora más tarde, llego a casa.

*

El fantasma de Roque Dalton planea sobre esta urbe. Poeta y comunista («oh / ligarquía / ma / drastra / con marido asesino / vestida de piqué /...»), ejecutado por sus propios compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo bajo la doble y contradictoria acusación de ser agente de la CIA y de los servicios secretos cubanos, escribe ahora su nombre en calles, escuelas, hospitales y teatros. De enemigo de la patria a héroe de la cultura nacional. Quizá esto dé una idea, simbólica si se quiere, de las transformaciones salvadoreñas desde el final de su guerra civil.
            En efecto, se construye aquí un mundo híbrido: nacional y dolarizado...

San Salvador

sábado, 22 de noviembre de 2014

Hubiese preferido ser cantante de hip-hop


San Juan de Pasto, capital del estado de Nariño (Colombia)





Cuando se opta por irrumpir en los sitios como elefante en cacharrería uno se atiene a cualquier devenir de los acontecimientos. Sin expectativas siempre, nunca, ninguna.

Por Paco Inclán

A Andrés Kaicedo, Fernando Cuadras y María Antonia León, por la hospitalidad editorial

A Eva Mañez, por rescatarlo del olvido

 

Había llegado hacía tres días a la ciudad de San Juan de Pasto, ubicada al sur de Colombia, a ochenta kilómetros de la frontera con Ecuador, en la intersección entre los Andes y la Amazonia. Sí, montañas muy verdes, bonitas panorámicas, taxis baratos y todo eso. A Pasto se le conoce como Ciudad Sorpresa porque, según me explicaron, después de un sinfín de curvas por la sinuosa carretera que atraviesa los Andes, el viajero no se espera que vaya a recabar en una urbe de trescientos mil habitantes. Pasto está lejos del resto de Colombia.

Aquí, en la capital del estado de Nariño, estableceré mi campamento base durante estos meses, mientras realizo el trabajo con radios comunitarias que me ha traído hasta la frontera colombo-ecuatoriana. De momento pernocto en un hotel, a la espera de poder alquilarme un cuarto en el centro de la ciudad. Leyendo un periódico local encuentro –entre disputas de tierras, amenazas volcánicas, conflictos aduaneros y felicitaciones de cumpleaños– con que hoy mismo empieza (¡oh, dios mío!) un encuentro de letras en la ciudad, un evento de carácter anual que incluye una feria del libro, presentaciones editoriales, recitales poéticos, conciertos y un ciclo de cine colombo-ecuatoriano. Me cago de la emoción. Por la tarde, acudo a la inauguración del Encuentro, en el hotel Agualongo, para proponerle a su directora organizar una presentación de Bostezo. Ella manifiesta su predisposición, aunque no me concreta fecha. Esa misma noche, ya de cervezas en un bar llamado Lagarto, Fernando Cuadras –llegado desde Medellín para presentar su revista Punto y Seguido– se ofrece a cederme un hueco durante la presentación de su publicación para que yo pueda hablar unos minutos de Bostezo. Será mañana jueves a las diez de la mañana. A veces pienso en por qué me empeño en alcanzar empresas que preferiría no lograr. Pero una vez en el berenjenal, ya no sé echarme para atrás. Influencias de un padre emprendedor.

En realidad será una presentación infructuosa –no hay nada que ganar, tampoco que perder– pues solo traigo conmigo un ejemplar de la revista (del número tres, dedicado a las fronteras mentales). El resto que traje a Colombia las dejé en una librería en Bogotá. Con ese único ejemplar me sobra para la comercialización de Bostezo en San Juan de Pasto. De noche en el hotel, decido no prepararme el discurso de presentación. Aprovechando que no vendrá nadie conocido (aunque me encantaría), podré regodearme en los chascarrillos, dimes y diretes de siempre. Un público nuevo, lejano, indiferente. Aunque, pensándolo bien, ¿quién vendrá un jueves por la mañana?


2.
La presentación está prevista en un aula del segundo piso de la Universidad de Nariño. A las diez solo estamos Fernando, el poeta Andrés Kaicedo, la editora María Antonia León y yo. Si tenemos en cuenta que ellos tres son invitados de la organización y que yo me he colado en la programación, público lo que se dice público no hay. Veinte minutos más tarde, entran tres señores mayores, preguntando –como si estuviéramos en Godella– si regalamos algo. Les doy unas chapitas que traigo de Bostezo. Se quedan. A las diez cuarenta y cinco, Fernando sale desesperado a los pasillos. «Voy a buscar al público», dice quijotesco. En la espera me involucro sin querer en una conversación heráldica con uno de los septuagenarios sobre el origen español de sus cuatro primeros apellidos. A los veinte minutos, Fernando regresa arrastrando tras de sí una hilera de niños, cual flautista de Medellín. Al parecer, ha encontrado un grupo escolar despistado por la feria y ha convencido a sus dos maestros, un hombre y una mujer, para que enjaulen a su alumnado en una presentación de revistas culturales, con el reclamo de que «hay un señor que ha venido de la vieja España». Ese será todo nuestro público: los tres señores, medio centenar de niños obligados y sus dos maestros. Un público nuevo, lejano, indiferente. Sin duda.

Empieza Fernando con la presentación de Punto y seguido. Todo entusiasmo el hombre, desenvuelto, sabe adaptar su discurso a la edad de los presentes, niños y niñas de unos doce años. Les propone un juego literario que anima el ambiente. Yo, menos hábil para estas lides, temo el momento de mi intervención (¿dónde estabas David?). Trato de rehacer mis notas, pero la maestra, sentada a mi izquierda, se empeña en darme conversación por lo bajini, a pesar de mis ostensibles muestras de que preferiría no escucharla. Me pregunta por poesía española y ella misma se responde. Me cuenta que le encanta Bécquer y que ella también es poeta (donde menos te lo esperas, surge uno). Mis gestos de incomodidad son cada vez más ostensibles, pero no parece importarle. Me susurra al oído un poema suyo, uno de esos que me reafirma que escribir buena poesía no debe ser asunto sencillo: «Fuiste la luz que alumbró la casa, cuando llegaste todo fue alegría, etc…»

—«¿Le ha gustado?», me pregunta.
—«(…)»

Me pide si le puedo mostrar algún ejemplar de la revista. «Solo me queda este», le digo mientras lo saco de mi mochila. Lo abre al azar para echarle un vistazo, con la casualidad de que sus ojos se detienen en el texto sobre arte corporal extremo de Montse de Mateo.

—«Aaargh, ¿esto qué es?», susurra con asco al sorprenderse con la imagen Cara cubierta de excrementos, de David Nebreda (si no la conocen, el título es bastante explícito).
—«Poesía», trato de bromear.
—«Eso es mierda», dice el niño sentado a su izquierda (da igual que estemos en la entrada de la Amazonia: los niños son siempre los que ven al emperador desnudo).
—«¿Y esto es lo quiere enseñar a los niños?», me reprocha indignada.
—«Bueno, yo tampoco sabía que la presentación iría dirigida a un público infantil», trato de justificarme.
—«Mejor guárdeselo».

En ese momento, Fernando Cuadras me invita al estrado. Antes de subir, escondo el Bostezo. Ni siquiera podré mostrarlo, con lo cual la presentación adquiere tintes más dantescos todavía. No es que aspirara a venderlo pero al menos sí poder enseñarlo. Mi compa de Medellín hace una cálida presentación de mi persona; tiene tanta labia que con dos apuntes biográficos que le di anoche es capaz de inventarse un glosario sobre mi vida y milagros. Recito el discurso bostezo como un autómata, son en esos momentos en los que hubiese preferido ser cantante de hip-hop. A los niños de la primera fila parece hacerles gracia mi acento (o quizás mi rostro desencajado); no paran de reírse en todo momento. Hablo cinco o veinte minutos, pierdo la noción del tiempo. Solo deseo que se acabe pronto. Les cuento algo que, en aquel ambiente, a nadie importa.

—«En cada número –explico– organizamos una mesa redonda donde invit…»
—«¡Bienvenido, bienvenido!», me interrumpe el maestro, que emerge bruscamente del fondo de su butaca, dispuesto a que la escena dé un giro de ciento ochenta grados. «Recibamos con un fuerte aplauso a este señor que nos visita de Valencia, España».

La sala estalla en un aplauso excesivo por parte de la chiquillada, con ganas de alterar el orden con tal de boicotear el anodino estado de las cosas. Su maestro les obliga a todos a levantarse para darme la bienvenida con un apretón de manos. Me abrumo. Espero que no suene el himno nacional español ni saquen la rojigualda. Recibo a los niños regiamente desde el estrado, como rey mago aturdido. Estoy confundido: no sé si mi presentación ya ha acabado o solo es un intermedio publicitario. Me pregunto de dónde saca la gente tanta afición al protocolo, qué parte de su ego satisfacen provocando situaciones innecesariamente solemnes. El maestro inicia entonces un soliloquio que parece haberse traído escrito de casa, como si ya intuyese que fuese a pasar esto. «Supongo que usted ya sabrá que aquí en Pasto celebramos a finales de año el carnaval de negros y blancos, una fiesta que ha sido declarada patrimonio universal de la humanidad y ustedes en Valencia el 19 de marzo celebran las Fallas, una hermosísima fiesta de la que me gustaría que les hablara a los alumnos, que justo estos días están realizando una tarea sobre otras fiestas del mundo».

—«¿De las Fallas?», digo abatido.
—«Sí, a los niños les gustaría conocer un poco más de su fiesta».
Me hago el ánimo. El destino me ha traído hasta la intersección de los Andes y la Amazonia para hablar de las Fallas. Trato de no meterme en terreno embarrado, me voy por lo histórico: «Una fiesta –explico– donde tradicionalmente se celebraba la llegada de la primavera, en la que gente sacaba a la calle sus trastos viejos para quemarlos, para olvidar lo viejo y recibir lo nuevo».
—«Algo parecido también se celebra en otros lugares, como el Kurdistán», añado. Siempre que me preguntan por las Fallas fuera de Valencia saco a colación el tema del Kurdistán, supongo que para desviar la atención.
—«¿Cómo se escribe Kurdistán?», me pregunta un niño. Se lo deletreo. Me fijo que todos los niños anotan en sus libretas mi explicación sobre las Fallas.
—«Señor –me dice el maestro–, yo formo parte de la organización del Carnaval de Pasto, quisiera hacerle llegar una invitación formal al excelentísimo alcalde de su ciudad...».
—«Alcaldesa», le corrijo.
—«¡Qué pena con usted!... a la excelentísima alcaldesa de su ciudad para poder hermanar la gloriosa fiesta de las Fallas con los Carnavales de Pasto. Tanto la alcaldesa como usted serían recibidos con los brazos abiertos. Aquí podrían venir a mostrar su fiesta, su folklore, sus bailes regionales, sus vestidos tradicionales».

La idea de Rita Barberá y yo vestidas de falleras sobre una carroza de carnaval en el sur de Colombia. Solo eso, pensar en eso, me salva la mañana.

—«Seguro que estaría encantada. Y yo también, por supuesto», digo diplomáticamente, reconvertido en embajador de la Junta Central Fallera para relaciones internacionales.
El público asistente rompe de nuevo en una atronadora ovación que llega a emocionarme. «Haga llegar este saludo fraternal a todos los valencianos», concluye el maestro. Y me funde en su abrazo.

Cuando acaba la charla, la maestra-poeta me habla de las dificultades sexuales de Hitler y Napoleón (sic); un señor me da su teléfono porque si tuviese pensado viajar a Popayán me acompaña (?); el maestro me pide el contacto de la alcaldesa (se empeña en vincularme con el gobierno valenciano), y dos niñas se acercan tímidamente para pedirme que me fotografíe con ellas. Me sale cara de artista malogrado.

En las presentaciones de Bostezo siempre ocurre algo nuevo. Menos mal que ya suponía que nada saldría como imaginaba. Sin expectativas siempre, nunca, ninguna.

PD: Rita, si lees esto, por fa, dime algo. Que esta gente parece que hablaba en serio. Javi, ves preparando piroletrero.