lunes, 2 de marzo de 2015

Mundo híbrido: El Salvador, nacionalismo dolarizado



POR CANEK SÁNCHEZ GUEVARA

El paisaje cambia poco a poco de montaña a trópico. El cruce en la frontera transcurre sin problemas y una hora y media más tarde comienza a aparecer la capital salvadoreña. El bus se asoma por la parte nueva de la ciudad, limpia y turística, llena de enormes anuncios, logotipos corporativos, hoteles y edificios modernos, bares, restaurantes (mucha franquicia transnacional) y automóviles del año. Por un momento tiemblo: ¿esto es San Salvador?, me pregunto con temor. Se vacía el bus y solo quedamos tres viajeros con destino al centro de la ciudad, oscuro y solitario a estas horas de la noche. 
         Abordo un taxi con dirección al norte de esta urbe cuya expansión ha devorado ya catorce municipios, alcanzando así el millón y medio de habitantes. El precio del trayecto es de cinco dólares. Lo primero que llama la atención de este país es que la moneda oficial sea el dólar (el colón se suprimió en 2001). Le pregunto al taxista cómo les ha ido en el proceso de dolarización, y al igual que todos sus congéneres en cualquier parte del mundo, comienza a dictar cátedra: «Bueno, al principio fue muy duro porque todos los precios se redondearon hacia arriba, pero a la larga creo que nos ha ido mejor. Si analizamos las devaluaciones de la moneda hondureña (el eterno vecino, querido y execrado) podríamos concluir que de haber seguido con nuestra moneda, hoy el dólar nos costaría veinticinco colones. Ahora, por ejemplo, nos resulta más fácil viajar». Pregunto por los salarios: «Sí, bueno, ese es el problema. El salario no se redondeó hacia arriba y el mínimo sigue en torno a los doscientos dólares mensuales».
         Llego a un barrio tropical y dicharachero que me recuerda a algunas zonas de La Habana. Cruzo la calle tomando un batido de mamey, comprado en la esquina, y una muchacha se mete conmigo: «Papi, ¿me invitas de tu jugo?», y se aleja riendo. No molesta; al contrario, relaja estar en un mundo en el que las muchachas de dieciocho piropean a los hombres de treinta y seis con naturalidad y frescura. No es que sea la igualdad falta mucho, muchísimo pero tímidamente se acerca, al menos en términos de lenguaje...
            Me interno en un callejón. En un recodo dos chicos fuman en la oscuridad. Al acercarme murmuran algo y adoptan la consabida pose de quien observa las estrellas con demasiada atención (manos en la espalda, silbido inconsciente, apócrifo asombro). Al pasar a su lado comento que eso huele muy bien. Los chicos responden tosiendo y expulsando un humo que de todas formas ya se escapa por sus respectivos orificios auditivos. Pocos metros más adelante está la casa. Toco y abre un hombre canoso engalanado con un calzoncillo azul celeste: «Pasa adelante, te esperábamos», dice, como si nos conociéramos de toda la vida: «Mi esposa salió pero tu cuarto ya está listo», agrega. Atravesamos la modesta vivienda y salimos al patio, rodeado por seis habitaciones y unos baños comunes (no es un hotel, tampoco una pensión, es solo una casa donde reciben inquilinos, y ahora soy el único). Me instalo en un cuarto amplio, con techo de lámina cubierto de tejas (en las mañanas las palomas picotean entre las tejas y en las noches los gatos pasan, a veces con delicadeza y a veces en tropel, mientras el perro de al lado ladra con territorial indignación). Afuera, bajo el tejado, una hamaca y la mesa en la que escribo.

*

El amanecer es fresco y agradable. A media mañana el sol golpea y la humedad ha aumentado un buen tanto por ciento. Salgo rumbo al centro en un bus con televisor (videos reguetoneros, audio a todo volumen, nalgas por doquier). Bajo al hipermercado ambulante que es el centro de San Salvador y recorro los puestos de comida, ropa, cedés, devedés, aparatos electrónicos, preguntando precios al azar, solo para tener una idea. El valor de una chuchería me sorprende: «Una cora», dice el vendedor, y tardo varios segundos en comprender que se trata de un quarter, o veinticinco centavos de dólar (no puedo evitar recordar la traducción de El Quijote que un ocioso aventuró al espánglish: «In un placete de La Mancha of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a skinny caballo y un grayhound para la chase»... El capital circula con soltura en este centro comercial que es el centro, moviéndose siempre a ritmo de dólar: un negocio por aquí, un chanchullo por allá, legal o ilegal, bueno o malo, barato o caro todo se vende y se compra, el capital no se estanca, el comercio informal aumenta en la misma medida en la que la crisis del mercado laboral se agudiza.
            Por todos lados, la bandera de los Estados Unidos, convertida ahora en marca comercial. Los negocios anuncian ropa americana, muebles americanos, electrónica americana, repuestos americanos y otros americanos etcéteras, siempre con tropicalismo, algo de espánglish y un dinamismo que quizás también sea americano, aun si sus gestos son bien salvadoreños. Me dirijo luego a un barrio conocido por su mercadeo de estupefacientes; encuentro a un hombre de mediana edad, metro ochenta, ciento cincuenta kilos de peso, mirada dura y agradable, verbo ágil y mercadotécnico. En medio de la calle saca la mercancía, la muestra, deja que la olfatee. Sin conocerme ni tener referencia alguna me da su número telefónico («vuelve cuando quieras, aquí estamos para servirte»). Todo tranquilo, como debe ser.
            Caminando llego a la universidad. La tarde transcurre en un jardín, bajo un árbol, fumando al amparo de la autonomía universitaria con algunos nuevos amigos. Hablamos de El Salvador, de Centroamérica, de educación, arte, cultura (del sempiterno fútbol); oigo los mismos reclamos que he escuchado en estudiantes de otros sitios: el siempre escaso presupuesto, la utilización política que unos y otros hacen de la universidad, la degradación de la lucha en una retahíla de consignas que se repiten y repiten y repiten hasta perder todo significado y razón de ser, la memorización como método, el escaso impulso al pensamiento crítico, y la crítica al gobierno, ahora «de izquierda», encabezado por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, «reciclado como un partido socialdemócrata cualquiera», dice uno de los estudiantes. La conversación no puede ser de otra forma está aderezada con ese sentido del humor ácido y picante que uno encuentra en el trópico. Estalla un aguacero (también tropical) y nos mantenemos bajo el frondoso árbol que nos cobija, hablando y esperando a que escampe. Antiuniversitario como siempre he sido, es la primera vez que paso tanto tiempo en un campus. Al separarnos ya ha oscurecido. Dos buses y una hora más tarde, llego a casa.

*

El fantasma de Roque Dalton planea sobre esta urbe. Poeta y comunista («oh / ligarquía / ma / drastra / con marido asesino / vestida de piqué /...»), ejecutado por sus propios compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo bajo la doble y contradictoria acusación de ser agente de la CIA y de los servicios secretos cubanos, escribe ahora su nombre en calles, escuelas, hospitales y teatros. De enemigo de la patria a héroe de la cultura nacional. Quizá esto dé una idea, simbólica si se quiere, de las transformaciones salvadoreñas desde el final de su guerra civil.
            En efecto, se construye aquí un mundo híbrido: nacional y dolarizado...

San Salvador

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