POR CANEK SÁNCHEZ GUEVARA
El paisaje cambia poco a poco de montaña a trópico. El cruce en la
frontera transcurre sin problemas y una hora y media más tarde comienza a
aparecer la capital salvadoreña. El bus se asoma por la parte nueva de la
ciudad, limpia y turística, llena de enormes anuncios, logotipos corporativos,
hoteles y edificios modernos, bares, restaurantes (mucha franquicia
transnacional) y automóviles del año. Por un momento tiemblo: ¿esto es San
Salvador?, me pregunto con temor. Se vacía el bus y solo quedamos tres viajeros
con destino al centro de la ciudad, oscuro y solitario a estas horas de la
noche.
Abordo un taxi con
dirección al norte de esta urbe cuya expansión ha devorado ya catorce
municipios, alcanzando así el millón y medio de habitantes. El precio del
trayecto es de cinco dólares. Lo primero que llama la atención de este país es
que la moneda oficial sea el dólar (el colón se suprimió en 2001). Le pregunto
al taxista cómo les ha ido en el proceso de dolarización, y al igual que todos
sus congéneres en cualquier parte del mundo, comienza a dictar cátedra: «Bueno,
al principio fue muy duro porque todos los precios se redondearon hacia arriba,
pero a la larga creo que nos ha ido mejor. Si analizamos las devaluaciones de
la moneda hondureña (el eterno vecino, querido y execrado) podríamos concluir
que de haber seguido con nuestra moneda, hoy el dólar nos costaría veinticinco
colones. Ahora, por ejemplo, nos resulta más fácil viajar». Pregunto por los
salarios: «Sí, bueno, ese es el problema. El salario no se redondeó
hacia arriba y el mínimo sigue en torno a los doscientos dólares mensuales».
Llego a un barrio
tropical y dicharachero que me recuerda a algunas zonas de La Habana. Cruzo la
calle tomando un batido de mamey, comprado en la esquina, y una muchacha se
mete conmigo: «Papi, ¿me invitas de tu jugo?», y se aleja riendo. No molesta;
al contrario, relaja estar en un mundo en el que las muchachas de dieciocho
piropean a los hombres de treinta y seis con naturalidad y frescura. No es que
sea la igualdad —falta mucho, muchísimo— pero tímidamente se acerca, al
menos en términos de lenguaje...
Me interno en un
callejón. En un recodo dos chicos fuman en la oscuridad. Al acercarme murmuran
algo y adoptan la consabida pose de quien observa las estrellas con demasiada
atención (manos en la espalda, silbido inconsciente, apócrifo asombro). Al
pasar a su lado comento que eso huele muy bien. Los chicos responden
tosiendo y expulsando un humo que de todas formas ya se escapa por sus
respectivos orificios auditivos. Pocos metros más adelante está la casa. Toco y
abre un hombre canoso engalanado con un calzoncillo azul celeste: «Pasa
adelante, te esperábamos», dice, como si nos conociéramos de toda la vida: «Mi
esposa salió pero tu cuarto ya está listo», agrega. Atravesamos la modesta
vivienda y salimos al patio, rodeado por seis habitaciones y unos baños comunes
(no es un hotel, tampoco una pensión, es solo una casa donde reciben
inquilinos, y ahora soy el único). Me instalo en un cuarto amplio, con techo de
lámina cubierto de tejas (en las mañanas las palomas picotean entre las tejas y
en las noches los gatos pasan, a veces con delicadeza y a veces en tropel,
mientras el perro de al lado ladra con territorial indignación). Afuera, bajo
el tejado, una hamaca y la mesa en la que escribo.
*
El amanecer es fresco y agradable. A media mañana el sol golpea y la
humedad ha aumentado un buen tanto por ciento. Salgo rumbo al centro en un bus
con televisor (videos reguetoneros,
audio a todo volumen, nalgas por doquier). Bajo al hipermercado ambulante que
es el centro de San Salvador y recorro los puestos de comida, ropa, cedés,
devedés, aparatos electrónicos, preguntando precios al azar, solo para tener
una idea. El valor de una chuchería me sorprende: «Una cora», dice el
vendedor, y tardo varios segundos en comprender que se trata de un quarter,
o veinticinco centavos de dólar (no puedo evitar recordar la traducción de El
Quijote que un ocioso aventuró al espánglish: «In un placete de La Mancha
of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos
gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a
skinny caballo y un grayhound para la chase»... El capital circula con soltura
en este centro comercial que es el centro, moviéndose siempre a ritmo de
dólar: un negocio por aquí, un chanchullo por allá, legal o ilegal, bueno o
malo, barato o caro todo se vende y se compra, el capital no se estanca, el
comercio informal aumenta en la misma medida en la que la crisis del mercado
laboral se agudiza.
Por todos lados, la
bandera de los Estados Unidos, convertida ahora en marca comercial. Los
negocios anuncian ropa americana, muebles americanos, electrónica
americana, repuestos americanos y otros americanos
etcéteras, siempre con tropicalismo, algo de espánglish y un dinamismo que
quizás también sea americano, aun si sus gestos son bien salvadoreños.
Me dirijo luego a un barrio conocido por su mercadeo de estupefacientes;
encuentro a un hombre de mediana edad, metro ochenta, ciento cincuenta kilos de
peso, mirada dura y agradable, verbo ágil y mercadotécnico. En medio de la
calle saca la mercancía, la muestra, deja que la olfatee. Sin conocerme ni
tener referencia alguna me da su número telefónico («vuelve cuando quieras,
aquí estamos para servirte»). Todo tranquilo, como debe ser.
Caminando llego a
la universidad. La tarde transcurre en un jardín, bajo un árbol, fumando al
amparo de la autonomía universitaria con algunos nuevos amigos. Hablamos de El
Salvador, de Centroamérica, de educación, arte, cultura (del sempiterno
fútbol); oigo los mismos reclamos que he escuchado en estudiantes de otros
sitios: el siempre escaso presupuesto, la utilización política que unos
y otros hacen de la universidad, la degradación de la lucha en una
retahíla de consignas que se repiten y repiten y repiten hasta perder todo
significado y razón de ser, la memorización como método, el escaso impulso al
pensamiento crítico, y la crítica al gobierno, ahora «de izquierda», encabezado
por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, «reciclado como un
partido socialdemócrata cualquiera», dice uno de los estudiantes. La
conversación —no puede ser de otra forma— está aderezada con ese sentido del
humor ácido y picante que uno encuentra en el trópico. Estalla un aguacero
(también tropical) y nos mantenemos bajo el frondoso árbol que nos cobija,
hablando y esperando a que escampe. Antiuniversitario como siempre he sido, es
la primera vez que paso tanto tiempo en un campus. Al separarnos ya ha
oscurecido. Dos buses y una hora más tarde, llego a casa.
*
El fantasma de Roque Dalton planea sobre esta urbe. Poeta y
comunista («oh / ligarquía / ma / drastra / con marido asesino / vestida de
piqué /...»), ejecutado por sus propios compañeros del Ejército Revolucionario
del Pueblo bajo la doble y contradictoria acusación de ser agente de la CIA y
de los servicios secretos cubanos, escribe ahora su nombre en calles, escuelas,
hospitales y teatros. De enemigo de la patria a héroe de la cultura nacional.
Quizá esto dé una idea, simbólica si se quiere, de las transformaciones
salvadoreñas desde el final de su guerra civil.
En efecto, se
construye aquí un mundo híbrido: nacional y dolarizado...
San Salvador
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