viernes, 23 de agosto de 2013

La ruina y el éxito


POR RAÚL MINCHINELA
www.minchinela.com
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Los arquitectos románticos del siglo XVIII incorporaron a sus construcciones un aderezo innovador: falsas ruinas. Junto a los castillos de los nobles, adornando el paisaje, colocaban unas columnas griegas semiderruidas, o unas paredes de abadía a medio desmorone. Vestigios fabricados, restos monumentales de lo que no sucedió nunca. Lo que buscaban esas construcciones era engranar la estirpe con la historia, que era un descubrimiento reciente. Hasta la ruptura de Galileo, la Biblia era el documento histórico que prevalecía: el tiempo era estable, la realidad era inmutable y el hombre estaba en el centro de todas las cosas. Con el enciclopedismo, se invalidó su supremacía, y se abrió un espacio para las civilizaciones que no se incluían en el libro sagrado. "Una característica inconfundible de la Ilustración, dice Hans Blumenberg, ha sido el empeño en dar más tiempo al pasado". Las ruinas falsas maquillaban los territorios que no tenían civilizaciones pasadas, colocaban un abolengo a golpe de estructura.



La marca identitaria del despilfarro valenciano ha sido la megaconstrucción. Edificaciones carísimas y que se han demostrado inútiles, todas potenciadas con el objetivo de emparentarse con un vínculo falso, como quien dice a codazos, con las líneas-espectáculo de los semanales de revista. El Ayuntamiento de Valencia tuvo durante una década un Departamento de Grandes Proyectos, que jugaron a todos los palos de la apariencia y dejaron un rastro de desastres. Los estudiantes que salieron a la calle para atestiguar que tenían que acudir a clase enfundados en mantas para sobrevivir el frío fueron sofocados a palos como una plaga que enturbiaba el dulce sueño de la ciudad que se pensaba guitarrista por comprarse una guitarra y que para pagarla se había cortado los dedos. Tras ella, el resto de ruinas. El último diluvio de la ostentación de nuevo rico llegó hasta aquí.

La obsesión valenciana con las megaconstrucciones requiere una observación particular. Es muy fácil reducirlo a la cultura del pelotazo, a las fortunas de recalificación, a los gastos a cargo del erario donde el objetivo era menos central que el porcentaje por la concesión. Esos mecanismos se han llevado a cabo en muchas escalas, en muchos territorios, con fórmulas diferentes. Se puede edificar y equipar un hospital y luego cerrarlo sin uso, sin estrenarlo siquiera, alargando el goteo en “gastos de mantenimiento” del servicio cerrado. Puedes potenciar una edificación con dinero público, luego ceder el edificio a una empresa privada, y después ubicar allí una oficina pública, que pagará un alquiler a la empresa privada que ahora gestiona ese edificio construido con dinero público. Hay, como ven, múltiples maneras para generar, multiplicar y perpetuar el flujo de dinero. Pero en Valencia ha habido una pasión distintiva por lo grande y por lo inútil que la ha convertido en el asombro -con y sin sonrisa- de medio mundo.
Cámaras de todo el planeta vienen más tarde o más temprano a confeccionar un documental sobre la megalomanía valenciana.

La asociación Xarxa Urbana recorre para las televisiones lo que llaman la ruta del despilfarro, una guía turística de autocar y paseo que recorre las infraestructuras que quebraron la comunidad con una factura que supera los veintitres mil millones de euros. Es de uso obligado para los documentalistas que acuden con cámaras a desentrañar el suceso. Allí repasan la ampliación de Les Corts Valencianes, el parlamento que ha hecho deshaciendo al mismo tiempo. Pasan luego por los colegios construidos en barracones, herencia de un mapa educativo que no se completó y se compensa con edificaciones precarias. De allí marchan a los testimonios de la visita del Papa, donde se gastaron los millones que hicieran falta para que el Santo Padre hiciera sus bendiciones y sus filigranas. De allí acuden a las instalaciones de la America’s Cup, un puerto deportivo para embarcaciones de lujo que arrasó parte de la ciudad para reservarla en reservados y que hoy languidece como un restaurante de postín al que no va nadie, pese a que los platos se los pagan los ciudadanos de a pie seco. De ahí pasan a la Patacona, una expansión urbanística que justificaba su exceso con el atractivo de la cercanía a la playa y que hoy luce como un hormiguero deshabitado. De ahí marchan a El Cabanyal, un barrio que sigue peleando con el Ayuntamiento para que no lo arrasen sustituyéndolo por otro monstruo de carísima construcción que acabará, como los anteriores, ocupado por el aire. De ahí marchan al circuito de Fórmula Uno, construcción mastodóntica en honor de los coches veloces y caros, donde las fotos de paseo triunfal pusieron a los gobernantes de la región en la emisión de los canales deportivos igual que el Mozito Feliz se ubica para las del corazón. De ahí llevan a la depuradora Emarsa, que en su labor encauzada hacia lo limpio ha trazado sombras decididamente turbias. Acuden luego al Centro de Investigación Príncipe Felipe, en semicierre y goteo de científicos residentes. Después a la Ciudad de las Ciencias, ese esqueleto ahora plagado de expedientes de regulación, con su Ágora de coste siempre creciente. El recorrido sigue y sigue y las cámaras siguen retratando espacios más grandes, más suntuosos, más vacíos. Más extravagantes, que es como se llama a la locura de los que tienen dinero, aunque sea dinero del futuro, hipotecando la siguiente generación. El que venga detrás que arree.

La motivación tras las megaconstrucciones del Levante trae a la mente a Aníbal Lecter, el desquiciado de El silencio de los corderos, pero no por su dieta rica en sapiens ni por su cerrazón en la venganza –que tanto lució en su primera aparición en imprenta, en El dragón rojo. Lecter era un monstruo que engañaba al público general y a las agentes Starling en particular porque se enfundaba en una capa de cultivado. Viajaba con meriendas sacadas de restaurantes de tenedor, hacía volutas con la música clásica, distinguía con el olfato los perfumes caros pero se hacía un lío con los baratos. Lecter es selecto en la generalidad de las exquisiteces de las páginas finales de Semanal: gastronomía, maquillaje. Un  bono del teatro allá Scala de Milan, que ya me traerán ellos a quien sea, no voy a estar yo pendiente de quién es el saludador del violín. Valencia buscaba hacerse sitio abonándose a todo, a todo a la vez, a todo lo que es carne de semanal, de “buen gusto obligatorio”. No selecto por elegir, sino selecto porque otros lo etiquetan así. Selecto vulgar, agarrado a bulto, como un comprador completista en rebajas. ¡El Cine! ¡Pongamos una ciudad de la luz! ¡La música! ¡Construyamos un auditorio! ¡Aviones! ¡Pongamos un aeropuerto en el que luego no aterrizará nadie! ¡Los coches caros! ¡Los barcos deportivos! ¡Que viene el Papa! ¡La ciencia! ¡Construyamos un nuevo estadio de futbol con el único objetivo de acoger una final de Champions, fallando en el proceso y dejando un estadio en ruina de origen, ya propiedad de todos los valencianos en su boato y en su inutilidad! Caprichos de Lecter, que escuda su monstruo (monstruo, recordemos, significa “que hace cosas que no están en su naturaleza”) usando delicatessen de manual, finuras de must de revista, opciones ajenas y prestadas.

Cuando los documentalistas bajan de la Ruta del Despilfarro y publican sus crónicas, tienen una sorpresa final. La BBC emitió en diciembre de 2012 The Great Spanish Crash y salió al paso la alcaldesa, denunciando que esos testimonios estaban motivados por la envidia.
Pego la frase tal como la leí publicada: “They must really be annoyed about our success,” Barberá concludes. "Les molesta nuestro éxito". Ese es el giro hermético para la gente de fuera de Valencia: esas ruinas nacidas para ser ruinas, que han lastrado la vida corriente hasta hundirla, son un éxito.

Las megaconstrucciones valencianas tienen el cimiento final en las Fallas. Hacer algo vistoso, hacerlo más grande, prenderle fuego. Los valencianos las llaman monumentos y es bueno tomarlas como testimonio, no de lo que expresan -que suelen ser chistes chusqueros rematados por un enorme sueño Disney- sino de lo que practican. Para mí, el testimonio definitivo fue la Falla de Nou Campanar, “la falla más galardonada con primeros premios del siglo XXI”. Durante años, el promotor de la zona –y de la falla- colocaba junto al monumento un hummer limusina –un vehículo ostentosamente caro- como soporte para un cartel promocional. Pese a sus éxitos, el Ayuntamiento se negaba a incluir Nou Campanar en el mapa de las fallas de Valencia, y distribuía programas donde estaban perfectamente ubicadas Convento de Jerusalén y Na Jordana, pero una triste flecha dirigía hacia fuera del documento era la única referencia para localizar a la campeona del año anterior y del anterior y del anterior. Esa pelea entre ser y estar, entre lucir y que te dejen entrar en el mapa. Ese el giro mental valenciano que potencia las megaconstrucciones con las que pretende meterse en el mapa. Entrar en catálogo por las bravas. Las ruinas y la ruina, son así el logro. Lo que nadie, excepto en Valencia, quiere valorarlas como el Éxito.



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